Sentimientos después de una crisis

 Ahora que ha pasado la crisis, el vacío que queda no se llena tan fácil. Con el sol de frente tampoco es que vaya a ver mejor. No es que no quiera avanzar. Es que no sé cómo. Y ese desconcierto, esa falta de respuestas, a veces duele más que la propia crisis.


Después de una crisis, lo primero que siento es un abismo bajo mis pies. Me pierdo en preguntas que no tienen respuesta: ¿cómo llegué hasta aquí? ¿Por qué hice lo que hice? Son preguntas que me aplastan, y a veces la idea de seguir adelante se siente como una carga imposible. Pienso que quizás lo mejor sería dejar de existir, porque el peso de la situación en la que estoy me parece insoportable.


Voy en busca de ayuda, esperando que alguien me dé un hilo del que tirar, algo que me saque del caos. Pero, a menudo, lo que encuentro son profesionales que ajustan la medicación como si con eso bastara. Como si la vida que se quiebra pudiera repararse con una receta. Y me quedo ahí, con el alma rota y sin una propuesta real para seguir viviendo, para encontrar un camino que tenga sentido.


Miro a mi alrededor y siento las miradas de quienes me conocen. No son las mismas de antes. Hay algo diferente, algo que me hace sentir fuera de lugar. Como si mi enfermedad me definiera, como si todo lo que soy se redujera a esos momentos oscuros. Y me convenzo de que no valgo para nada, que no tengo nada que ofrecer, que estoy condenado a ser una sombra de lo que podría haber sido.


Pero en lo más profundo de mí, sé que quiero algo más. Quiero sentir que hay un motivo para estar aquí. Quiero que alguien me mire y vea más allá de mi enfermedad. Que me ayude a recordar que soy más que mis crisis, que tengo un lugar en el mundo, aunque ahora no pueda verlo con claridad.

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