Aturdirme con el Rivotril como forma de escape
Cuando va a llegar el fin de semana lo paso mal. No tengo una red de amigos con quien compartir el ocio. Vamos, que estoy solo.
Mi solución es tomar clozanzepan en grandes cantidades estando todo el día medio dormitando y sin pensar
Tomar clozazepam en grandes cantidades es como una forma de escapar.
Me ayudaba a desconectarme de todo, como si me adormeciera, me dejaba en una especie de limbo donde no tenía que enfrentar lo que sentía o lo que estaba pasando en mi vida.
Estar todo el día medio dormido o sin pensar me daba un respiro temporal, porque no tenía que lidiar con la ansiedad o con los pensamientos que no me dejaban en paz. Era como un alivio rápido, aunque no solucionaba nada de fondo.
El problema es que ese “descanso” no duraba y, más allá de que me hacía sentir un poco mejor por un rato, no me permitía estar presente, vivir lo que realmente estaba pasando.
Además, a largo plazo, podía ser peligroso, porque ese tipo de “escapes” no solo te aíslan, sino que también pueden llevarte a depender de algo que no resuelve el problema, solo lo cubre un poco.
Es como tapar una herida con una venda, pero sin curarla de verdad. Y aunque a veces las crisis son tan fuertes que se buscan cualquier forma de calmarse, lo ideal es encontrar formas de enfrentarlas, aunque cueste.
Al final, es el camino más efectivo para sanar, aunque sea un paso pequeño a la vez.
Y llegó la noche en las que el insomnio no me daba tregua. Daba vueltas en la cama, mirando al techo, y nada de lo que intentaba me ayudaba a dormir.
Así que, sin mucho que pensar, me levanté y decidí ponerme a cortar leña. Sí, así como suena. Agarré el hacha y me puse a ello, como si fuera la cosa más normal del mundo.
Y de repente, me di cuenta de que, en lugar de tomar lorazepam, la leña era lo que me estaba calmando.
Cada golpe del hacha me hacía sentir como si estuviera tirando fuera toda la ansiedad, como si fuera un ejercicio de romper con los pensamientos que no paraban de dar vueltas en mi cabeza.
Era raro, pero el sonido del hacha al golpear la madera me daba más paz que cualquier pastilla. ¿Quién lo hubiera dicho?
Me empecé a enganchar con la tarea.
No era solo partir leña; era como si cada pedazo que caía al suelo estuviera rompiendo también un pedazo de mi estrés.
Fue como una mini terapia, pero sin psicólogos ni citas. Solo yo, el hacha y un montón de leña. Y lo mejor: no necesitaba explicaciones.
El ritmo de cortar y colocar me dejó tranquilo. Esa noche, la leña fue mi medicina, mucho más eficaz de lo que me imaginaba.
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